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12/02/2006

SECTAS V/S RELIGIONES



LAS DISPUTAS POR EL PODER DE CONTROL SOCIAL
La humanidad siempre ha tenido un espíritu sectario y la historia no es más que el relato de las guerras entre sectas por alcanzar la hegemonía y el poder, e imponer su credo.
Por un reflejo defensivo ante el acoso a que les someten las sectas dominantes, los grupos minoritarios suelen radicalizarse y se caracterizan por un extremo fanatismo.
No faltan ejemplos en la Historia, aunque tal vez el más significativo sea el que tuvo lugar en el mundo judío, cuando surgió un líder carismático, Jesús, que arrastraba a las masas. Fue acusado de blasfemo por el judaísmo establecido y condenado a morir en la cruz. Sus seguidores fueron perseguidos y considerados como una secta demoníaca. La persecución les radicalizó hasta el extremo de morir martirizados con una sonrisa en los labios. Veinte siglos después, aún pueden apreciarse en la Iglesia católica algunos trazos de fanatismo y no pocos mecanismos represivos que recuerdan, como cicatrices, las heridas de tiempos más difíciles.
Estos algunos de los crímenes cometidos, a lo largo de la Historia, en la lucha por el poder entre sectas. Cruzadas, guerras santas, Inquisición, represión, dictado del terror, etc., son algunos nombres que pueden servir de recuerdo concluyente.
Los ataques que ahora dirige la sociedad cristiana a las sectas minoritarias pueden inscribirse dentro de la estrategia de esta ininterrumpida guerra de las sectas. No debieran olvidar los cristianos su pasado al juzgar a grupos que surgen hoy con una espiritualidad renovada, debido, como ellos antes, a la corrupción de los estamentos religiosos al uso.
Las sectas son grupos minoritarios de personas que han aceptado como absoluta una filosofía determinada y mantienen una actitud hostil y de enfrentamiento hacia otras corrientes de pensamiento. Son tanto más radicales cuanto mayor es el grado de fanatismo de sus miembros y casi todas se caracterizan por un desmesurado afán de proselitismo.
Aunque, a veces, es difícil establecer donde termina la secta y donde empieza la religión, podría decirse que la diferencia más sobresaliente entre ambas es de carácter cuantitativo. Cuando una secta consigue un número mayoritario de adeptos, se convierte en una religión.
Todas las grandes religiones fueron sectas en su día y, muchas, aun conservan vivo, en parte, aquel espíritu sectario de sus primeros tiempos, aunque, en la medida en que se han hecho fuertes y estables, han aumentado también su grado de tolerancia y disminuido su radicalismo.
La secta no se explica si no va unida a otros dos conceptos, el fanatismo y el proselitismo, de lo que es inseparable.
La mente humana no es un reducto inexpugnable sino que es perfectamente permeable a determinadas influencias. Si una mente es muy poderosa influye sobre otra y modifica su entorno. Si es débil se ve influida por éste.
Existe, pues, un tráfico de influencias psíquicas que puede alterar la ideología del individuo y modificar su estructura mental.
Una creencia es más o menos fuerte en relación a la intensidad de la fe que el individuo tiene en ella. En la mayoría de los seres humanos, el despertar de las facultades intelectuales va planteando interrogantes que minan de dudas sus convicciones anteriores. La energía psíquica que sirve de propulsión a todo pensamiento, se escapa, en este caso, por los agujeros de la duda y llega con escasa fuerza a otras mentes.
El caso del fanático, sin embargo, es distinto. Este aún no tiene despiertas sus facultades intelectuales y carece de todo discernimiento. Ha "aceptado" una verdad y, puesto que carece de dudas, la proyecta con toda su energía, causando una impresión considerable en otras mentes, particularmente en aquellas de características similares a la suya, que se limitan a aceptar la nueva "verdad" y se convierten prontamente en transmisores de ella.
Esta es la razón por la que el fanático resulta un proselitista eficaz, y esto explica también el rápido crecimiento de las sectas más dogmáticas y radicales.
Cualquier doctrina parece mayor verdad cuando está establecida y es mayoritariamente aceptada, pero no se olvide que todas las grandes religiones extendidas en occidente, fueron, en su día, grupúsculos marginados a quienes el tiempo, el pacto, y el proselitismo, entre otros factores, llevaron al lugar que hoy ocupan.
Hoy, como ayer, existen numerosas sectas porque existen numerosos individuos emocionales, ciegos a la razón, y dispuestos a transformar en realidades absolutas lo que no son más que deseos y esperanzas utópicos. Recuerden, aquí no encontraran una verdad absoluta, una verdad con mayúsculas, no se dejen engañar, busquen su verdad, no la de otros. Habrá de transcurrir mucho tiempo antes de que la humanidad evolucione como para elevarse sobre concepciones sectarias.

UN CAMBIO DE PENSAMIENTO

La historia de la humanidad está jalonada de revoluciones, levantamientos y sublevaciones que pretendían dar un cambio positivo a la evolución de nuestra especie. A pesar de estos reajustes violentos, la marcha de la humanidad ha seguido una derrota inexorable que parece alejarnos de los ideales perseguidos.
En la antigüedad, unos imperios florecían mientras otros se extinguían. En nuestros días, el desarrollo espectacular de las comunicaciones ha servido para tender una maraña de intereses económicos, políticos y de todo tipo que convierten a los pueblos del planeta en una piña compacta, proyectada hacia un destino común.
Hay, en esta piña, seis mil millones de piñones revueltos caóticamente, sin orden ni concierto, sin coordinación en su esfuerzo, sin un objetivo común. ¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿De qué naturaleza es la fuerza que nos impulsa?
La fuerza que ha movido siempre a la humanidad es el pensamiento. El hombre actúa de acuerdo con sus pensamientos. Quien piensa egoístamente, obra egoístamente. La ambición, la avaricia y el ansia de fama, poder y riquezas han empozoñado la mente humana y han canalizado los logros del hombre hacia objetivos materialistas, hurtándole su paz interna, su alegría y su salud. El lodo ha añadido peso a sus alas. Su vuelo es ahora fatigoso y rasante. Ha perdido altura, se ha desorientado y no encuentra el camino.
El hombre, ciego a otra realidad superior, ha dirigido sus esfuerzos hacia la satisfacción de deseos materiales que le permitieran disfrutar de los objetos groseros que componen el universo de los sentidos. Ahora comienza a comprender que ha perdido su tiempo y ha equivocado su camino. Pero no es la solución limitarse a cambiar las estructuras externas; es preciso cambiar la fuerza que ha dado lugar a esas estructuras. Hay que llevar a cabo una revolución del pensamiento. Somos seis mil millones de seres, seis mil millones de mentes, seis mil millones de fuerzas, de distintas intensidades y direcciones, que se oponen para dar una resultante: la dirección en que se mueve la humanidad.
Para cambiar el rumbo errante de nuestra civilización es preciso estimular pensamientos positivos que se fundan en nubes, masas, fuerzas, sobre las que no pueda prevalecer la negra amenaza del egoísmo y la negatividad.
Esta es la labor del hombre hoy, emitir pensamientos positivos y poderosos que se propaguen en la atmósfera psíquica y que despierten pensamientos similares en otros hombres de buena voluntad, cuyas mentes se hallen en sintonía de simpatía.
El pensamiento es la mayor fuerza del universo. El pensamiento crea y destruye las civilizaciones. A nuestra humanidad decadente no puede salvarle más que un cambio de pensamiento. La inercia del subconsciente colectivo puede modificarse y superarse mediante el esfuerzo consciente de los individuos.
Dejémonos de alardear de inteligencia. El hombre autosuficiente sólo esconde ignorancia. El intelectualismo y la erudición no son más que adornos, una especie de ballet mental, en el mejor de los casos, que no aporta ninguna solución práctica. Lo que nuestro mundo necesita son hombres y mujeres prácticos, mentes poderosas, pensamientos puros y positivos que den lugar a una nueva forma de vida, a una Nueva Civilización.


REALIDAD

Para quienes viven dentro de sus límites, las luces de la ciudad son las únicas luminarias del cielo. Las farolas de las calles eclipsan a las estrellas, y el resplandor de los anuncios de whisky reduce incluso la luz de la luna, hasta que ésta tiene una irrelevancia casi invisible.
El fenómeno es meramente simbólico, una parábola de la acción. Física y mentalmente, el hombre es habitante, durante la mayor parte de su vida, de un universo puramente humano y, por así decir, hecho en casa, extraído por él mismo del inmenso cosmos no humano que lo rodea, y sin el cual ni él ni su mundo podrían existir. Dentro de esa catacumba privada construimos para nuestro uso propio un pequeño mundo, fabricado a partir de un extraño ensamblaje de materiales, de intereses e "ideales", de palabras y tecnologías, de anhelos y ensoñaciones, de artefactos e instituciones, dioses y demonios imaginarios. Aquí, entre las proyecciones ampliadas de nuestras propias personalidades, realizamos nuestros curiosos caprichos, perpetramos nuestros crímenes y nuestras locuras, pensamos los pensamientos y sentimos las emociones que nos parecen apropiadas a nuestro entorno artificial, y acariciamos las disparatadas ambiciones que por sí solas sólo tendrían sentido en un manicomio. Pero en todo momento, a pesar de los ruidos de la radio y de los tubos de neón, la noche y las estrellas siguen estando ahí, un poco más allá de la última parada de autobús, un poco por encima del dosel de humo iluminado. Es un hecho que a los habitantes de la catacumba humana les resulta extremadamente fácil de olvidar; ahora bien, tanto si lo olvidan como si lo recuerdan, es un hecho que siempre permanece. La noche y las estrellas están siempre ahí, el otro mundo, el mundo no humano, del cual la noche y las estrellas no son más que símbolos, persiste, y es el mundo real.
El hombre, el hombre orgulloso, investido de una breve autoridad...
Sumamente ignorante de lo que más garantizado tiene,
Su cristalina esencia, como un simio colérico
Hace trucos tan fantásticos ante las esferas del firmamento
que los ángeles tienen que llorar.
Esto escribió Shakespeare en la única de sus obras teatrales que revela una honda preocupación por las últimas y definitivas realidades espirituales. Esa "cristalina esencia" del hombre constituye la realidad que más garantizada tiene, la realidad que lo soporta y en virtud de la cual vive. Y esa esencia cristalina es del mismo tipo que la Clara Luz, que es la esencia del universo. Dentro de cada uno de nosotros, esta "chispa", esta "hondura del Alma no creada", este Atman en resumen, permanece impoluto e inmaculado, por fantásticos que sean los trucos que queramos realizar, tal y como, en el mundo exterior, la noche y las estrellas siguen siendo las que son, a pesar de todos los Broadways y los Piccadillies de este mundo, a pesar de los focos antiaéreos y las bombas incendiarias.
El gran mundo no humano, que existe simultáneamente dentro y fuera de nosotros, está gobernado por sus propias leyes divinas, leyes que somos muy libres de acatar o desobedecer. La obediencia conduce a la liberación; la desobediencia, a una esclavitud más profunda, en manos de la miseria y del mal, a una prolongación de nuestra existencia a imagen y semejanza de simios coléricos. La historia de los hombres es un recuento del conflicto que se da entre dos fuerzas: por una parte, la presunción estúpida y criminal de que el hombre ignora su esencia cristalina; por otra, el reconocimiento de que, a menos que viva de conformidad con la inmensidad del cosmos, él mismo es absolutamente malvado, y su mundo una pesadilla. En este interminable conflicto, unas veces es una parte la que se lleva la palma, otras es la contraria. En la actualidad, somos testigos de un provisional triunfo del lado específicamente humano de la naturaleza del hombre. Desde hace ya algún tiempo hemos escogido creer, y actuar sobre la creencia de que nuestro mundo privado de tubos de neón y bombas incendiarias es el único de los mundos reales, y de que la cristalina esencia de cada uno de nosotros no existía en realidad. Simios coléricos, nos hemos imaginado, debido a nuestra inteligencia simiesca, que éramos ángeles -que éramos, de hecho, más que ángeles, dioses, creadores, dueños de nuestro destino-.
No podemos ver la luna y las estrellas mientras prefiramos seguir bajo el aura de las farolas de las calles y de los anuncios de whisky.

Realidad trascendente.
Ningún fenómeno puede tener lugar si no existe una Realidad de fondo como referencia. La impermanencia de todos los objetos nos lleva a la conclusión de que ha de existir algo, de naturaleza permanente, tras las vicisitudes de la existencia superficial de las cosas.
La búsqueda de esa realidad trascendente, esencia de todas las cosas, es el principio que inspira la investigación científica, la especulación filosófica y, finalmente, la aventura espiritual.
En efecto, en el ascenso de la evolución, el hombre procede de la ciencia a la filosofía y de ésta a la espiritualidad. La primera fase es el estudio científico que considera, en primer lugar y sobre todas las demás características de su personalidad, las relaciones externas del hombre, estudiando las connotaciones físicas, químicas, biológicas, psicológicas, sociales, políticas y culturales como los fundamentos del progreso y de los logros humanos.
¿A dónde nos lleva este estudio? La física descubre que el Universo es una disposición material de sustancia inorgánica que se extiende a lo largo y ancho del espacio infinito, constituyendo la base de los elementos -tierra, agua, fuego y aire- y la sustancia de todo el sistema estelar, el sol, la luna, las estrellas, etc.
Newton sostiene que el espacio actúa como una especie de receptáculo para las substancias materiales, tales como el sol, los planetas, etcétera, y que existe una fuerza, llamada gravedad, que opera mutuamente entre estos objetos materiales y que los mantiene en sus posiciones y órbitas respectivas. Y no solamente esto, sino que hasta cierto punto, determina también su carácter y, tal vez, su constitución.
Los descubrimientos físicos posteriores a Newton muestran hechos que difieren y trascienden los conceptos de éste, estableciendo que el espacio no es un receptáculo que contiene cosas desconectadas de él, sino que puede considerarse como una especie de campo electromagnético infinito que penetra e impregna la estructura y función de todos los objetos materiales. Este descubrimiento lleva posteriormente a teorías más complejas como la mecánica cuántica, etc. Y, finalmente, a la teoría de la Relatividad, por la que llegamos a saber que no solamente las cosas están interconectadas entre sí en un campo electromagnético, sino que incluso el concepto de fuerza o energía es inadecuado para comprender la naturaleza real del universo, se nos dice que no existen cosas, sino únicamente procesos, que vivimos en un Universo fluido, en el que lo único constante es el flujo continuo del Espacio-Tiempo y en el que la Relatividad es la ley suprema.
El principio de la Relatividad reduce todo a una interdependencia de los patrones estructurales y de los acontecimientos en el Tiempo y en el Espacio, de tal forma que el Universo es más bien un todo vivo y orgánico, en el que la idea de casualidad, tal como era normalmente interpretada, no tiene lugar, ya que en una estructura orgánica las partes están tan relacionadas entre sí, en una afinidad orgánica interna, que cada parte es tanto una causa como un efecto, puesto que, en el conjunto, todo determina lo demás.
Aunque la ciencia, en sus observaciones físicas más avanzadas, ha llegado a establecer verdades incuestionables, como las que revela la teoría de la Relatividad, sin embargo no ha podido aún liberarse de la noción de que el Universo es físico, a pesar de que unos pocos genios en el pasado reciente hayan llegado, independientemente, a aceptar una Mente o Conciencia Universal, actuando como substrato u "Observador" de todos los fenómenos relativos.
Percibir, afirma el profesor Rodríguez Delgado, es deformar la realidad. Parece ser que es nuestra mente quien otorga formas y características a lo que no es más que un flujo de energías. De acuerdo con las últimas investigaciones bioeléctricas del funcionamiento del cerebro, los sentidos envían una información codificada en impulsos eléctricos a las neuronas, donde se forma un patrón preciso, que la mente interpreta en lo que creemos son las formas exteriores.
Durante mucho tiempo se ha considerado al Universo como algo objetivo, que puede percibirse o no, pero que tiene una existencia real e independiente. Ya hemos visto cómo esa noción es científicamente incorrecta, puesto que las cosas no existen como las vemos, sino que adquieren esas formas al ser percibidas.
Hasta aquí, la ciencia, con los hallazgos actuales, y la consiguiente revolución en el pensamiento occidental, parece acercarse a las antiguas afirmaciones de los Upanishads: "El mundo es Maya o ilusión. Nada existe con independencia de la mente".
Pero ¿qué o quién es esa Mente o preceptor? La ciencia será siempre incapaz de dar respuesta a esta pregunta, porque solamente puede investigar los objetos con cualidades y características. Su sistema de investigación no sirve cuando se trata de conocer al Conocedor. Los ojos no pueden verse a sí mismos. La respuesta, una vez más, hay que buscarla en los Upanishads, el legado milenario de aquellos sabios que llegaron intuitivamente a las conclusiones a las que ahora están llegando los científicos más avanzados y aún mucho más allá, hasta la esencia misma de la consciencia. Su contundente afirmación: "Sólo Brahman existe. La individualidad es otra noción ilusoria", puede parecer una afirmación absurda en nuestro estado actual de conocimiento, pero no lo es tanto si se atiende a su desarrollo filosófico.
La filosofía Vendata, elaborada a partir de las afirmaciones de los Upanishads, llega a la conclusión de que el Principio Creador no es diferente del Universo que crea, o, en otras palabras, que el Conocedor no es diferente de lo conocido, lo que no le impide aceptar plenamente el hecho de que la evolución de la vida se produjera a partir de materia inorgánica. Considera válida la Teoría de la Evolución de las formas y las especies, ya que es una visión correcta, en términos relativos, debido a la subjetividad de la mente, pero le otorga un propósito: la realización del Objetivo Supremo de la vida, la unidad en lo Absoluto.
Vemos, así, que hay dos realidades: una, la realidad absoluta, única, creadora. Otra, la realidad relativa, fluctuante, producto de la visión pequeña y subjetiva de la mente individual. La investigación científica solamente puede tener lugar en esta parcela de la realidad. Cuando llega a sus límites, ha de dar paso a la especulación filosófica que puede concebir mejor la naturaleza del Conocedor. Sin embargo, es, finalmente, la experiencia espiritual la que ha de llevar a la realidad Ultima, que ni la ciencia ni la filosofía podrán jamás alcanzar.


ZEN

Estamos acostumbrados, en la literatura religiosa. A cierta solemnidad de pronunciamiento. Dios es sublime; por consiguiente, las palabras que empleemos para hablar de Dios han de ser sublimes. En la práctica, no obstante, no es infrecuente que todo pronunciamiento sublime sea llevado hasta extremos rayanos en la estulticia. Por ejemplo, en la época de la tremenda escasez de patata que generó un gran hambre en Irlanda, hace un siglo, se compuso una oración especial para que fuese recitada en todas las iglesias de la comunión anglicana. El propósito de esta oración era suplicar a Dios Todopoderoso que pusiera fin a los estragos de la plaga que estaba destruyendo las cosechas de la patata en Irlanda. Pero ya de entrada la palabras "patata" supuso un considerable escollo. Obviamente, en opinión del estamento eclesiástico victoriano, era una palabra demasiado baja, común y proletaria para ser pronunciada en un lugar sagrado. La horrorosa vulgaridad de las patatas tenía que disimularse tras las decentes oscuridades de alguna perífrasis, y de este modo se rogó a Dios que hiciera algo acerca de una abstracción sonoramente llamada "el Tubérculo Suculento". Lo sublime había alzado el vuelo al empíreo de lo grotesco.
En similares circunstancias, es de suponer, un maestro del Zen también habría rehuido la palabra patata, no porque fuera demasiado baja, sino por resultar demasiado convencional y respetable. No habría optado por "Tubérculo Suculento", sino por el sencillo término "papa": ésa habría sido la alternativa idónea.
Sokei-an, el maestro del Zen que impartió sus enseñanzas en Nueva York desde 1928 hasta su muerte en 1945, se adaptó a las tradiciones literarias de su escuela. Cuando comenzó a publicar una revista de religión, la cabecera que escogió para ello fue Cat’s Yawn (El bostezo del gato). Este nombre estudiadamente absurdo y alejado de toda pompa es un recordatorio, para quien pueda estar interesado, de que las palabras son radicalmente distintas de las cosas que representan, de que el hambre sólo puede ser paliada por medio de auténticas patatas, y no por una formulación tan altiva como "Tubérculo Suculento"; de que la Mente, sea cual fuere el nombre que adoptemos para designarla, siempre es la que es, y no puede ser conocida salvo mediante una especie de acción directa, para la cual las palabras son mera preparación e incitación.
En sí mismo, el mundo es un continuum, pero cuando pensamos en el mundo por medio de las palabras, nos vemos obligados, por la naturaleza misma del léxico y de la sintaxis, a concebirlo como algo compuesto por elementos diferenciados y clases distintas. Cuando trabaja sobre los datos inmediatos de la realidad, nuestra conciencia fabrica y teje el universo en el que realmente vivimos. En las escrituras del Hinayana, el anhelo y la aversión son nombrados como factores que dan pie a la pluralización de la Mismidad, a la ilusión de discrecionalidad, de la egolatría y la autonomía del individuo. A estos vicios mundanos que distorsionan la voluntad, los filósofos del Mahayana añaden el vicio intelectual del pensamiento verbalizado. El universo que habitan los seres ordinarios, no regenerados, es algo si acaso hecho en casa, a medida, mero producto de nuestros deseos, de nuestro aborrecimiento y de nuestro lenguaje. Por medio de la ascesis el hombre puede aprender a ver el mundo no refractado en el anhelo y la aversión, sino tal cual en sí mismo. ("Dichosos los puros de corazón, porque ellos verán a Dios".) Por medio de la meditación, el hombre puede salvar el escollo del lenguaje, superarlo tan por completo que su conciencia individual, desverbalizada, se convierte una con la Conciencia unitaria de la Mismidad.
En la meditación acorde con los métodos Zen, la desverbalización de la conciencia se alcanza por medio de la curiosa artimaña del koan. El koan es una proposición o una interrogación paradójica e incluso carente de sentido, sobre la cual se concentra la mente hasta que, radicalmente frustrada por la imposibilidad de extraer algún sentido de un paralogismo semejante, accede de golpe a la súbita comprensión de que más allá del pensamiento verbalizado existe otra clase de conciencia de otra clase de realidad. Buen ejemplo de este método Zen lo proporciona Sokei-an en su breve ensayo Tathagata. "Un maestro del Zen, chino, había invitado a algunas personas a tomar té una noche de invierno en que hacía un frío helador...". Kaizenji dice a sus discípulos: "Existe una cosa que es negra como la laca. Soporta el peso del cielo y de la tierra. Siempre se presenta en actividad, pero nadie puede apresarla cuando está en actividad. Discípulos míos, os pregunto cómo se puede apresar."
Estaba apuntando a la naturaleza del Tata, metafóricamente, claro está, tal como los sacerdotes cristianos explican los atributos de Dios.
Los discípulos de Kaizenji no supieron cómo responderle. Por último, uno de ellos, llamado Tai Shuso, contestó así: "No conseguimos apresarla porque intentamos apresarla en movimiento".
Y así indicaba que, cuando hubo meditado en silencio, el Tathagata se le apareció en su interior.
Kaizenji dio por concluido el té antes de que hubiese comenzado en realidad. Estaba disgustado con la respuesta. "Si hubieras sido uno de los discípulos, ¿qué habrías contestado, con objeto de que el maestro no diese por concluido el té?"
Tengo la intuición de que la reunión podría haberse prolongado al menos por espacio de unos minutos si Tai Shuso hubiese contestado algo parecido a esto: "Si no puedo apresar el Tatha en actividad, obviamente debo dejar de ser, de manera que el Tatha pueda pueda apresar lo que queda de mí para fundirse con ello, no sólo en la inmovilidad y el silencio y la meditación (como sucede a los Arhats), sino también en la actividad (como sucede a los Bodhisattvas, para quienes Samsara y Nirvana son idénticos)". No son, claro está, más que palabras, si bien el estado que describen, o que más bien vagamente insinúan, si se llega a experimentar, constituye la iluminación. Y la meditación sobre la pregunta para la que lógicamente no hay respuesta, la que contiene el koan, puede llevar sin previo aviso a la mente más allá de las palabras, a la condición de inexistencia del yo, en la que Tatha, o Mismidad, se realiza en un acto de conocimiento unitivo.
El viento del espíritu sopla por donde se le antoja, y lo que acontece cuando la libre voluntad colabora con la gracia para alcanzar el conocimiento de la Mismidad no puede ser teóricamente conocido de antemano, no puede ser prejuzgado según los términos de ningún sistema teológico o filosófico, ni se puede esperar que se conforme con arreglo a ninguna fórmula verbal. En la literatura Zen, esta verdad se expresa mediante anécdotas calculadamente paradójicas acerca de personas iluminadas que hacen una hoguera con las escrituras y que llegan hasta el extremo de negar que las enseñanzas del Buda sean dignas del nombre de budismo, ya que el budismo es, por definición, lo que no se puede enseñar, la experiencia inmediata de la Mismidad. Una historia que ilustra otro de los peligros de la verbalización, como es su tendencia a forzar a la mente a transitar por los surcos de la costumbre, es el citado en Cat’s Yawn junto con el comentario de Sokei-an.
Un día, cuando los monjes estaban reunidos en la sala del Maestro, En Zenji hizo a Kaku esta pregunta: "Shaka y Miroko (es decir, Gautama Buda y Maitreya) son los esclavos de otro. ¿Quién es ese otro?".
Kaku repuso: "Ko Sho san, Koku Ri shi". (Que significa "los terceros hijos de las familias Ko Y Sho, y los cuartos hijos de las familias Koku y Ri", evidentemente sinsentido con el que se da a entender que la capacidad de identificarse con la Mismidad existe en todo ser humano, y que Gautama y Maitreya son los que son en virtud de ser perfectamente "los esclavos" de esa Naturaleza Buda inmanente y trascendente.)
El maestro dio por buena la respuesta.
En esa época era Engo el principal de los monjes del templo. El Maestro le relató este incidente, y Engo dijo: "Muy bien, ¡muy bien! Pero tal vez aún no haya comprendido el fonde de la cuestión. No deberías haberle dado tu beneplácito. Examínale de nuevo, esta vez mediante una pregunta directa".
Cuando Kaku entró en la sala de En Zenji al día siguiente, Zenji le hizo la misma pregunta. Kaku contestó: "Ya di ayer la respuesta".
El Maestro dijo: "¿Cuál fue tu respuesta?".

"Ko Sho san, Koku Ri shi", dijo Kaku.
"¡No, no!", exclamó el Maestro.
"Ayer dijiste Sí, ¿Por qué hoy dices No?"
"Ayer era Sí, pero hoy es No, repuso el Maestro"
Al oír estas palabras, Kaku fue súbitamente iluminado.
La moraleja de la historia es que, en palabras de Sokei-an, "su respuesta había obedecido a un patrón, a un molde; estaba atrapado por su propio concepto". Y, al haber sido atrapado, ya no era libre para fundirse en uno con el viento de la Mismidad que fluye libremente. Toda fórmula verbal -incluida la fórmula que exprese correctamente los hechos- puede convertirse, para una mente que se la tome demasiado en serio y la idolatre como si fuese la realidad misma, simbolizada en las palabras, en un obstáculo que se interpone en la experiencia inmediata. Para un budista Zen, la idea de que el hombre pueda salvarse al dar su asentimiento a las propuestas contenidas en un credo sería el mayor desatino, el capricho más irrealista y más peligroso.
Poco menos fantástico y disparatado sería a sus ojos la idea de que los sentimientos elevados pueden conducir a la iluminación, de que las experiencias emocionales, por fuertes y vívidas que sean, son las mismas, o remotamente análogas, a la experiencia de la Mismidad. El Zen, dice Sokei-an, "es una religión de la tranquilidad. No es una religión que despierte emociones, que haga brotar las lágrimas o que nos conmueva a gritar en voz alta el nombre de Dios. Cuando el alma y la mente coinciden en una línea perpendicular, por así decirlo, en ese momento se produce la completa unidad del universo y el yo". Las emociones fuertes, por encumbradas que sean, tienden a enfatizar y a reforzar la fatal ilusión del ego, cuya trascendencia es por el contrario todo el objetivo y el único propósito de la religión. "El Buda nos enseñó que no hay ego ni en el hombre ni en el dharma. El término dharma en este caso denota la naturaleza y todas sus manifestaciones. No hay un ego en nada. Así, lo que se conoce como "los dos tipos de no-ego" hace referencia a que no hay ego en el hombre y no hay ego en las cosas". De la metafísica, Sokei-an pasa a la ética. "De acuerdo con esta fe en el no-ego", pregunta, "¿cómo podemos actuar en la vida cotidiana? Éste es uno de los grandes interrogantes. La flor no tiene ego. En primavera florece y muere en otoño. Sopla el viento y aparecen las olas. El lecho del río cae bruscamente y se forma una cascada. Nosotros mismos hemos de sentir estas cosas en nuestro interior... Debemos darnos cuenta por propia experiencia de cómo funciona dentro de nosotros este no-ego. Funciona sin ningún impedimento, sin ninguna artificialidad".
Este no-ego de carácter cósmico es lo mismo que los chinos llaman Tao, o lo que los cristianos llaman el Espíritu que reside en el interior, con el cual hemos de colaborar, y mediante el cual debemos paso a paso dejarnos inspirar, mostrándonos dóciles a la Mismidad en un acto de inquebrantable abandono personal al Orden de las Cosas, a todo lo que acontece salvo al Pecado, que es simplemente la manifestación del ego y que, por tanto, ha de ser rechazado y denegado. El Tao, o no-ego, o la divina inmanencia se manifiesta a sí misma a todos los niveles, desde el material al espiritual. Privados de esa inteligencia fisiológica que rige las funciones vegetativas del cuerpo, a través de cuya intervención la conciencia se traduce en acto, y carentes de la ayuda de lo que podría denominarse gracia animal, no podríamos vivir de ninguna manera. Además, es simple cuestión de experiencia que cuanto más interfiera la conciencia superficial del ego con el funcionamiento de la gracia animal, más enfermos estaremos y peor realizaremos todos los actos que requieren un grado más elevado de coordinación psicofísica. Las emociones, en conexión con el anhelo y la aversión, trastocan el funcionamiento normal de los órganos y conducen, a la larga, a la enfermedad. Las emociones similares y la tensión que brota del deseo del éxito nos impide alcanzar el grado más alto de competencia no sólo en las actividades complejas, como la danza, la ejecución de una melodía musical, los juegos o cualquier otra clase de actividad para la que se requiera una destreza considerable, sino también en otras actividades psicofísicas naturales, como ver y oír. Empíricamente, se ha descubierto que el funcionamiento defectuoso de los órganos corporales se puede corregir, y que la competencia en los actos que requieren considerable destreza aumentan mediante la inhibición de la tensión y las emociones negativas. Si la mente consciente aprendiera a inhibir su propia actividad autocontemplativa, si pudiera ser persuadida para renunciar a su esfuerzo en pos del éxito, el no-ego cósmico, el Tao que es inmanente a todos nosotros, puede con toda confianza encargarse de realizar lo que es preciso realizar de modo rayano en la infalibilidad. En el plano de la política y la economía, las organizaciones más satisfactorias son aquellas que se han logrado mediante una "planificación para lo planificado". De forma análoga, en un plano psicofísico, la salud y el máximo de competencia se adquiere mediante el uso de la mente consciente para planificar la colaboración y su subordinación al Orden de las Cosas inmanente que se halla más allá del espectro de nuestra planificación personal, así como con aquellos funcionamientos en los que nuestro pequeño, ajetreado ego, sólo puede interferir.
La gracia animal precede a la conciencia de uno mismo, y es algo que el hombre comparte con el resto de los seres vivos. La gracia espiritual se halla más allá de la propia conciencia, y sólo los seres racionales son capaces de cooperar con ella. La conciencia propia es el medio indispensable para acceder a la iluminación; al mismo tiempo, es el mayor de los obstáculos que se interponen en el camino, no sólo de la gracia espiritual que genera la iluminación, sino también de la gracia animal, sin la cual nuestro cuerpo no podría funcionar con eficacia, ni tampoco retener la vida que le es dada. El Orden de las Cosas es tal que nadie consigue nada gratuitamente: todo progreso tiene un precio que es preciso pagar. Precisamente porque ha avanzado más allá del plano animal, hasta el punto en el que, por medio de la conciencia propia, puede alcanzar la iluminación, el hombre también es capaz, mediante esa misma conciencia de sí mismo, de acceder a la degeneración física y a la perdición espiritual.


EL VALOR PUNTUAL Y EXACTO DE LAS PALABRAS

No sé si alguna vez ha considerado o examinado todo el proceso de la verbalización, el proceso de nombrar. Si lo ha hecho, habrá encontrado que es una cosa interesante, sorprendente y muy estimulante. Cuando damos un nombre a cualquier cosa que experimentamos, vemos o sentimos, la palabra se vuelve extraordinariamente significativa; y la palabra es tiempo. El tiempo es espacio, y la palabra es el centro de ello. Todo pensar es verbalización; pensamos en palabras. ¿Puede la mente liberarse de la palabra? No diga "¿Cómo ha de liberarme?" Eso no tiene sentido. Formúlese esa pregunta a sí mismo y vea cuán esclavos somos de palabras tales como India, comunismo, capitalismo, cristiano, ruso estadounidense. La palabra amor, la palabra Dios, la palabra meditación, ¡qué significado extraordinario hemos dado a estas palabras y cuán esclavos somos de ellas!
¿Hay un pensar sin la palabra? Cuando la mente no está obstruida por las palabras, el pensar no es pensar tal como lo conocemos; es una actividad exenta de palabras, de símbolos; por lo tanto, carece de fronteras, ya que la palabra es la frontera.
La palabra crea la limitación, y una mente que no está funcionando a base de palabras, no tiene limitación alguna, no tiene fronteras, no está amarrada. Tome la palabra amor y vea qué despierta en usted, obsérvese; en el instante en que menciono esa palabra, comienza a sonreír y se endereza en el asiento, experimenta cosas.
La palabra despierta, pues, toda clase de ideas, toda clase de divisiones, tales como amor carnal, espiritual, profano, infinito, y demás.
Pero descubra qué es el amor. Por cierto, para descubrir qué es el amor, la mente debe estar libre de esa palabra y del significado de esa palabra.
Para comprendernos el uno al otro, considero necesario que no estemos presos en las palabras; una palabra como Dios, por ejemplo, puede tener un significado especial para usted, mientras que para mí puede que tenga una formulación totalmente distinta, o ninguna formulación en absoluto. Así que es casi imposible comunicarnos mutuamente, a menos que ambos tengamos la intención de comprender las meras palabras e ir más allá de éstas.
Después de todo, la mente está compuesta, entre otras cosas, de palabras. Ahora bien, ¿puede la mente estar libre de la palabra envidia? Experimente con esto y verá que palabras como Dios, verdad, odio, envidia, ejercen un efecto profundo sobre la mente. ¿Puede, entonces, la mente estar libre de estas palabras, tanto neurológica como psicológicamente? Si no está libre de ellas, es incapaz de enfrentarse al hecho de la envidia. Cuando puede mirar directamente el hecho que llama "envidia", entonces el hecho mismo actúa con mucha mayor rapidez que el empeño de la mente en hacer algo con respecto al hecho. En tanto la mente esté pensando en librarse de la envidia mediante el ideal de la "no envidia" y demás, está distraída, no se enfrenta con el hecho; y la palabra misma envidia es una distracción respecto del hecho. El proceso de reconocimiento se efectúa a través de la palabra; en el instante en que reconozco el sentimiento por intermedio de la palabra, doy continuidad a ese sentimiento.


SUBSTITUTOS DE LA LIBERACION

La urgencia de autotrascenderse está tan extendida y es en ocasiones casi tan poderosa como la urgencia de autoafirmarse. Los hombres desean intensificar su conciencia de ser aquello que han terminado por considerar que son, pero también desean -y lo desean muy a menudo con una violencia irresistible- la conciencia de ser otro. En una palabra, anhelan salir de sí mismos, ir más allá de los límites de ese universo isla dentro del cual cada individuo se encuentra confinado. Este deseo de autotrascenderse no es idéntico al deseo de huir del dolor físico o mental. En muchos casos, sin duda, el deseo de huir del dolor refuerza el deseo de autotrascendencia, sólo que éste puede existir sin aquel otro. Si no fuera así, muchas personas sanas y respetables, que -según la jerga de los psiquiatras- "han realizado una excelente adaptación a la vida", jamás sentirían la necesidad de ir más allá de sí mismas. Y lo cierto es que lo hacen. Incluso entre aquellos a quienes la naturaleza y la fortuna han dotado de mayores riquezas, no es infrecuente encontrar un horror profundamente arraigado respecto de su propio yo, o un apasionado anhelo por liberarse de la repulsiva, pequeña identidad a la que la perfección de su "adaptación a la vida" les ha condenado precisamente de por vida, a no ser que hagan una apelación al Tribunal Supremo. "Estoy amargado", escribe Gerald Manley Hopkins,

Estoy amargado, me arde el corazón. El más hondo decreto de Dios amargo me sabe porque sabe a mí,
A los huesos que me sostienen, a mi carne, a la sangre que rebosa.
La levadura de uno mismo agria la harina del espíritu y la ensombrece.
Veo que así son los que se han perdido, y que su azote ha de ser como soy yo el mío, sudoroso, sólo que el mío es peor.
La total condena estriba en ser el que uno es, sudoroso, sólo que peor. Ser el yo sudoroso que uno es, pero nada peor, y tampoco nada mejor, es una condena parcial, y esta condena parcial es la de cada día.
Si experimentamos esa urgencia de autotrascendernos, se debe a que de alguna forma oscura, y a pesar de nuestra ignorancia consciente, sabemos quiénes somos en realidad. Sabemos (o, por decirlo con más exactitud, algo dentro de nosotros sabe) que el terreno de nuestro conocimiento individual es idéntico al terreno de todo el conocer y de todo el ser, que el Atman (la mente en el acto en que elige adoptar el punto de vista temporal) es lo mismo que el Brahman (la mente en su esencia eterna). Sabemos todo esto, aun cuando nunca hayamos oído hablar de las doctrinas en las que este hecho primordial ha sido descrito; con eso y con todo, incluso cuando casualmente estemos familiarizados con ellas, podemos contemplar estas doctrinas como mera chaladura. También conocemos su corolario práctico, a saber: que el final definitivo, el propósito, la razón de nuestra existencia es hacer sitio en el "tú" para que tenga cabida el "eso", o hacerse a un lado para que el terreno en que todo se cimienta aflore a la superficie de nuestra conciencia, "morir" tan por completo que podamos decir "estoy crucificado con Cristo: no obstante, vivo; sólo que no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí". Cuando el ego de los fenómenos se trasciende, el Yo esencial queda en libertad para comprender, en términos de la conciencia finita, la realidad de su propia eternidad, junto con el hecho correlativo de que todos los particulares en el mundo de la experiencia toman parte en la intemporalidad y en el infinito. Ésta es la liberación, la iluminación, la visión beatífica en la que todas las cosas son percibidas tal como son "en sí mismas", y no tal como son en relación con un ego que anhela y que aborrece.
El oscuro conocimiento de lo que en realidad somos no es más que un conjunto de versiones de nuestro pesar por tener que ser en apariencia lo que no somos, y de nuestro tan a menudo apasionado deseo de sobrepasar los límites del ego que nos aprisiona. La única autotrascendencia liberadora será la que nos lleve al conocimiento del hecho primordial. No obstante, esta autotrascendencia es más fácil de describir que de lograr. Para aquellos que se dejan disuadir por las dificultades de un camino en constante ascenso, existen otras alternativas menos arduas. La autotrascendencia no es de ninguna manera un proceso de constante elevación. Sin duda, en la mayoría de los casos es una huida hacia abajo, hacia un estado inferior al de la personalidad, o bien horizontal, hacia algo más amplio que el ego, y no desde luego hacia lo alto, hacia lo esencialmente otro. Siempre intentamos mitigar los resultados de la Caída Colectiva en el aislamiento del yo por medio de otra caída, estrictamente privada, que nos lleve a la animalidad o a la enajenación mental, o por medio de una dispersión del yo más o menos digna de crédito, hacia el arte o la ciencia, la política, un hobby o un trabajo. No hará falta decir que estos sustitutos de la autotrascendencia, estas huidas hacia sucedáneos de la gracia, subhumanos o apenas humanos, son insatisfactorias en el mejor de los casos, en el peor son desastrosas.
Sin un entendimiento cabal de la profunda y asentada urgencia de autotrascenderse que es propia del hombre, y de su muy natural reluctancia a emprender el camino más duro, el camino ascendente, así como su búsqueda de una liberación falseada que se halle por debajo o bien a un lado de su personalidad, no podemos aspirar a extraer un sentido de los hechos de la historia, tal como los observamos y los recogemos. Por esta razón, me propongo describir algunos de los sucedáneos de la gracia más comunes, hacia los cuales y por medio de los cuales los hombres y las mujeres han intentado escapar de la atormentadora conciencia de ser quienes son.
En Francia hay un establecimiento en el que se venden bebidas alcohólicas por cada cien habitantes más o menos. En los Estados Unidos, hay probablemente al menos un millón de alcohólicos sin remedios, aparte de una cantidad muy superior de personas que consumen alcohol en exceso, aunque su enfermedad no haya avanzado todavía hasta ser mortal (estos datos están obtenidos de una estadística ya desfasada, actualmente estas cifras se ven rebasadas en todos los aspectos). En lo que atañe al consumo de sustancias estupefacientes en el pasado no tenemos cifras precisas. En Europa occidental, entre los celtas y los teutones, y a lo largo de las épocas medieval y moderna, la ingestión individual de alcohol era muy probablemente muy superior a la de hoy. En las múltiples ocasiones en que hoy tomamos un té, un café o un refresco, nuestros antepasados se regalaban un vaso de vino, de cerveza, de aguamiel y, en siglos más recientes, de ginebra, coñac y otras variantes de "licores duros". La ingestión regular de agua era uno de los castigos que se imponía a los malhechores, o que aceptaban los religiosos, junto con una ocasional dieta vegetariana como forma de mortificación severa.
El alcohol no es más que una entre las muchas drogas que emplean los seres humanos como vía de escape del yo aislado. De los narcóticos naturales, los estimulantes y los alucinógenos, creo que no hay uno solo cuyas propiedades no hayan sido conocidas desde tiempo inmemorial. La moderna investigación farmacopédica nos ha dado una amplísima gama de drogas sintetizadas de nuevo cuño, pero en lo tocante a los venenos naturales no puede decirse que haya desarrollado mejores métodos de extracción, concentración y combinación que los ya conocidos. Desde la amapola de curare, desde la coca de los Andes a la hierba de los indios y el agárico siberiano, cada árbol, cada matorral, cada hongo capaz, una vez ingerido, de producir efectos excitantes o visionarios, ha sido descubierto hace mucho tiempo, aparte de haber sido sistemáticamente empleado. Éste es un hecho de profunda significación, pues parece demostrar que, en todas partes y en todos los momentos de la historia, los seres humanos han percibido una radical inadecuación respecto de su existencia personal, la miseria de hallarse aislados de su propio yo. Al explorar el mundo en derredor, el hombre primitivo evidentemente "probó todas las cosas y cultivó aquellas que eran buenas". De cara a los propósitos de la preservación de uno mismo, el bien está en todos los frutos y hojas comestibles, en todas las raíces o semillas capaces de alimentarle. Pero en otro contexto -el contexto de la insatisfacción con uno mismo, del deseo de autotrascendencia-, el bien está en todo aquello que la naturaleza nos proporcione y mediante lo cual la conciencia del individuo pueda ser cualitativamente transformada. Tales cambios inducidos por las drogas pueden ser manifiestamente perniciosos, e incluso pueden entrañar el coste de una incomodidad en el presente y una adicción en el futuro, por no hablar de la degeneración y la muerte prematura. Todo esto es lo de menos; lo que importa es la conciencia, aunque sólo dure una hora o dos, o tan sólo unos minutos, de ser otro distinto, o más bien de ser algo distinto del yo en su aislamiento.
El éxtasis por medio de la intoxicación sigue siendo una parte esencial de las prácticas religiosas de muchos pueblos primitivos. Tal como muestran con toda claridad los documentos que han sobrevivido hasta hoy, fue en otros tiempos una parte no menos esencial de la religión de los celtas, los teutones, los griegos, los pueblos de Oriente Medio y los conquistadores arios de la India. No es sólo cuestión de que "la cerveza puede mejor que Milton justificar los modos en que Dios trata al hombre". La cerveza es, además, ese dios. Entre los celtas, sabazios era el nombre divino que se daba a la enajenación percibida al hallarse uno totalmente embriagado de cerveza. Más al sur, Dionisio era, entre otras cosas, la objetivación divina de los efectos psicofísicos de un exceso de vino. En la mitología védica, Indra era el dios de una droga hoy imposible de identificar, llamada soma. Héroe conocido por haber matado al dragón, era la proyección ampliada sobre el cielo de esa otredad extraña y gloriosa que experimentaban los embriagados.
En tiempos más recientes, la cerveza y los demás atajos tóxicos hacia la autotrascendencia ya no son oficialmente adorados en calidad de dioses. La teoría ha experimentado un cambio que no se ha dado en la práctica; en la práctica, son millones y millones los hombres y mujeres civilizados que siguen teniendo devoción no al espíritu liberador, pero sí al alcohol, al hachís, al opio y sus derivados, a los barbitúricos y a otras drogas sintéticas que se han sumado al antiquísimo catálogo de los venenos capaces de generar la autotrascendencia. En cualquier caso, claro está, lo que parece un dios es, en realidad, un demonio, lo que parece una liberación es, en realidad, una nueva esclavitud.
Al igual que la intoxicación, la sexualidad elemental, cultivada en sí misma al margen del amor, fue en otro tiempo un dios, no sólo como principio de la fertilidad, sino también como manifestación de la otredad radical inmanente a todo ser humano. En teoría, la sexualidad elemental hace tiempo que ha dejado de ser un dios; en la práctica, aún cuenta con incontables masas de adeptos.
Existe una sexualidad elemental que sí es inocente, y una sexualidad elemental que es moral y estéticamente repugnante. La sexualidad del Edén y la sexualidad de la cloaca tienen el poder de transportar al individuo más allá de los límites de su ego aislado. Pero la segunda variante, cabe imaginar tristemente que la más habitual, lleva a quienes la cultivan a un nivel inferior de subhumanidad, a una alineación más completa que la primera. De ahí la perpetua atracción que tienen la orgía y el desenfreno.
En la mayor parte de las comunidades civilizadas, la opinión pública condena el libertinaje y la adicción a las drogas por ser conductas éticamente erróneas. Y a la condena moral se suma la disuasión fiscal y la represión legal. El alcohol está sujeto a altos impuestos, la venta de narcóticos está prohibida en todas partes, y ciertas prácticas sexuales son consideradas delito. Pero cuando pasamos de la ingestión de drogas y de la sexualidad elemental a la tercera gran vía de autotrascendencia del yo en sentido descendente, hallamos por parte de los moralistas y los legisladores una actitud muy distinta, mucho más indulgente. Resulta desde luego tanto más sorprendente, ya que el delirio en masa, tal como podríamos denominarlo, encierra un peligro mucho más inmediato para el orden social y es una amenaza más dramática para la escueta capa de decencia, racionalidad y tolerancia mutua que constituye la civilización, mucho más, en todo caso, que el alcohol o el libertinaje. Cierto es que un hábito generalizado y persistente de excesiva indulgencia en la sexualidad puede dar por resultado, como ha defendido J.D. Unwin, una disminución del nivel de energía de toda la sociedad, incapacitándola, por tanto, para alcanzar y mantener un nivel elevado de civilización. De igual manera, la drogadicción, si se extendiera suficientemente, podría disminuir la eficacia militar, económica y política de la sociedad en que llegara a ser prevaleciente. En los siglos XVII y XVIII, el alcohol fue un arma secreta en manos de los europeos dedicados al tráfico de esclavos; la heroína, en el siglo XX, lo ha sido en manos de los militaristas japoneses. Borracho como una cuba, un negro era presa fácil. En cuanto a los chinos adictos a la heroína, se podía dar por sentado que no plantearían problemas a los conquistadores que les arrebataran su tierra. Pero éstos son casos excepcionales. Cuando depende de sí misma, una sociedad por lo común consigue llegar a un acuerdo con su veneno predilecto. La droga es un parásito en el cuerpo político de una nación, pero es un parásito cuyo huésped tiene la fuerza suficiente para mantenerlo bajo control. Y eso mismo es aplicable a la sexualidad elemental. En contra de sus excesos, la sociedad se las ingenia para protegerse.
La defensa que se lleva a cabo contra el delirio de las masas es en demasiados casos mucho menos apropiada. Los moralistas profesionales que lanzan sus invectivas contra la embriaguez se muestran extrañamente silenciosos en lo tocante a un vicio no menos asqueante, como es la intoxicación en masa, la autotrascendencia descendente que rebaja al individuo a un nivel subhumano, puesta en práctica mediante el sencillo proceso de agregarse el individuo a una muchedumbre.
"Allí donde dos o tres se reúnen en mi nombre, Dios está en medio de ellos." En medio de doscientos o trescientos individuos la presencia divina es algo más problemática. Y cuando las cifras se disparan a dos o tres millares, a decenas de miles, la probabilidad de que Dios esté ahí, en la conciencia de cada individuo, mengua hasta el punto de esfumarse. Ésa es la naturaleza de las muchedumbres excitadas (y toda multitud se excita automáticamente): allí donde se congregan dos o tres mil personas se produce una ausencia no ya de la deidad, sino también de la humanidad más corriente. El hecho de ser uno en la multitud libera al hombre de la conciencia de estar aislado en su ego y lo transporta hacia lo abyecto, hacia un dominio menos que personal, en el cual no hay responsabilidades, no hay bien ni mal, no hay necesidad de pensar, de juzgar ni de discriminar tan sólo existe una vaga sensación de ayuntamiento, una excitación compartida, una alineación colectiva. Por ende, se trata de una alineación menos agotadora y más prolongada que la que sigue al envenenamiento por alcohol o morfina. Por si fuera poco, el delirio en masa puede ser consentido no ya soportando cierta mala conciencia, sino en muchos casos, realmente, con un resplandor positivo de virtud consciente. Y es que lejos de condenar la práctica descendente de la autotrascendencia por medio de la intoxicación en el rebaño, los líderes de la iglesia y del estado han fomentado activamente esta clase de degradación, siempre y cuando pudiera ser empleada para reforzar sus propias finalidades.
Individualmente, y en los grupos aglutinados por intenciones que constituyen una sociedad saludable, los hombres y las mujeres despliegan una cierta capacidad de pensamiento racional y de elección libre a la luz de principio éticos. Pastoreados hasta formar muchedumbres informes, esos mismos hombres y mujeres se conducen como si estuvieran poseídos, pero no por la razón ni por la libre voluntad. La intoxicación en masa los reduce a una condición caracterizada por la irresponsabilidad infrapersonal y antisocial. Drogados por ese misterioso veneno que cada muchedumbre excitada segrega, caen en un estado de muy alta sugestionabilidad. Mientras se encuentren en tal estado, creerán cualquier estupidez y obedecerán cualquier orden, por insensata o delictiva que pueda llegar a ser. Para los hombres y mujeres que se hallen bajo el veneno del rebaño, "todo lo que yo diga tres veces es verdad" -y todo lo que yo diga trescientas veces será una revelación divina- . He ahí por qué las autoridades -los sacerdotes, los líderes de los pueblos- nunca han proclamado inequívocamente la inmoralidad de esta forma de autotrascendencia descendente. Es verdad que el delirio de las masas que evocan los integrantes de la oposición, o que se invoca en nombre de principios heréticos, siempre ha sido condenado por quienes estuvieran en el poder. Pero el delirio de las masas suscitado por los agentes del gobierno, el delirio de las masas en nombre de la ortodoxia, es una cuestión enteramente distinta. En todos los supuestos en los que pueda llevarse a la práctica para servir a los intereses de los hombres que controlan la iglesia y el estado, la autotrascendencia descendente por medio de la intoxicación en rebaño recibe el tratamiento de algo legítimo y sumamente deseable. Las peregrinaciones y los mítines políticos, las celebraciones coribánticas y los desfiles patrióticos, este tipo de manifestaciones en masa son éticamente correctas mientras sean nuestras peregrinaciones, nuestros mítines, nuestras celebraciones y nuestros desfiles. El hecho de que la mayoría de los participantes en ese tipo de celebraciones se encuentren provisionalmente deshumanizados por el veneno del rebaño no tiene relevancia en comparación con el hecho de que su deshumanización puede utilizarse para consolidar las potencias religiosas y políticas de facto. Estar en una muchedumbre es el mejor antídoto de cuantos se conocen contra el pensamiento independiente. De ahí el arraigado rechazo del dictador a la "mera psicología" y a la vida privada. "Intelectuales del mundo, ¡uníos! No tenéis nada que perder, salvo vuestra inteligencia."
Las drogas, la sexualidad elemental, la intoxicación de las masas: éstas son las tres vías más populares de autotrascendencia descendente. Existen muchas otras, aunque no tan frecuentadas como estas anchas autopistas descendentes, que conducen con la misma certeza a esa misma meta infrapersonal. Por ejemplo, la vía del movimiento rítmico, tan abundantemente empleada en las religiones primitivas. Y estrechamente relacionada con el rito del movimiento rítmico para la consecución del éxtasis se encuentra el rito del sonido rítmico, igualmente tendente a la consecución del éxtasis. La música es tan vasta como la naturaleza humana, y tiene algo que decir a los hombres y a las mujeres a todos los niveles de su ser, desde la sentimentalidad autocontemplativa hasta la abstracción intelectual, desde lo espiritual hasta lo meramente visceral. En una de sus múltiples formas, la música es una potente droga, en parte estimulante, en parte narcótica, pero capaz de todos modos de una alteración total.
Otra de las vías hacia la autotrascendencia descendente es la que Cristo llamaba "repetición vana". Y otra más es el dolor autoprovocado, que se emplea en todas las religiones para modificar los estados normales de conciencia, como medio de adquirir poderes psíquicos.
¿Hasta qué extremo, y en qué circunstancias, es posible que un hombre haga uso del camino descendente como vía hacia la genuina autotrascendencia espiritual? A primera vista, parece obvio que un camino descendente no es, ni puede ser nunca, el camino que enaltezca. Pero en el reino de la existencia, las cosas no son tan simples como pueda serlo en este bello y aseado mundo de las palabras. En la vida real, un movimiento descendente puede ser el arranque de un ascenso. Cuando las cáscara del ego se ha rajado y comienza a darse una conciencia de la otredad subliminal y fisiológica que subyace a la personalidad, a veces ocurre que entrevemos, fugaz pero apocalípticamente, esa Otredad que es el Fundamento en que se cimienta todo ser. Mientras estemos circunscritos a nuestro yo aislado, seguiremos sin tener conciencia de los varios no-yoes a los que estamos relacionados: el no-yo orgánico, el no-yo del subconsciente personal, el no-yo colectivo del medio psíquico, a partir del cual han cristalizado nuestras individualidades, y el no-yo del Espíritu inmanente y trascendente. Cualquier huida, incluso por un camino descendente, posibilita al menos una momentánea conciencia del no-yo a todos sus niveles. Hay constancia de diversos casos en los que una simple "revelación anestésica" ha servido de punto de partida de una actitud nueva frente a la vida. En los mítines y las reuniones de masas, a veces sucede que la persona intoxicada por el veneno del rebaño adquiere un nuevo conocimiento que le transforma de modo permanente. Dicho en dos palabras, el camino descendente no conduce invariablemente al desastre. Ahora bien, conduce allí con la frecuencia suficiente para que su andadura sea extremadamente desaconsejable.
Sobre el asunto de la autotrascendencia horizontal es bien poco lo que hay que decir, no porque el fenómeno carezca de importancia (nada más lejos), sino porque es demasiado obvio y no parece requerir análisis, aparte de que se produce con tal frecuencia que no se presta a una fácil clasificación.
Con objeto de huir de los horrores del yo aislado, la mayor parte de los hombres y mujeres eligen, las más de las veces, no ya ascender ni descender, sino desplazarse lateralmente. Se identifican con una causa más amplia que sus propios intereses inmediatos, pero no rebajándose; de ser más elevada esa causa, lo será solamente dentro del espectro de los valores sociales al uso. Esta autotrascendencia horizontal, o casi horizontal, puede tener por objeto algo tan banal como un hobby, o tan preciado como el amor conyugal. Puede alcanzarse por medio de la identificación del yo con cualquier actividad humana, desde la dirección de una empresa hasta la investigación en el terreno de la física nuclear, desde la composición musical hasta el coleccionismo filatélico, desde las campañas electorales hasta la educación de los niños o el estudio de los hábitos de apareamiento de las aves.
La autotrascendencia horizontal es de la máxima importancia. Sin ella no existiría el arte, la ciencia, la ley, la filosofía, no existiría desde luego, la civilización. Y tampoco habría guerras, ni odium theologicum o ideologicum, ni intolerancia sistemática, ni persecuciones. Estos grandes bienes y estos enormes males son frutos de la capacidad que tiene el hombre de identificarse total y continuamente con una idea, un sentimiento, una causa. ¿Cómo es posible tener el bien sin el mal, una civilización enaltecida sin una saturación de bombas y sin exterminar a los herejes políticos y religiosos? La respuesta es que lisa y llanamente no podemos tenerla, en tanto en cuanto nuestra autotrascendencia permanezca en un plano exclusivamente horizontal.
Cuando nos identificamos con una idea, con una causa, de hecho estamos adorando algo hecho en casa y habitualmente hecho a medida, algo parcial y parroquiano, algo que, por noble que sea, es demasiado humano. "El patriotismo", como concluía un gran patriota en la víspera de su ejecución por parte de los enemigos de su nación, "el patriotismo no es suficiente". Tampoco lo son el socialismo, el comunismo, el capitalismo; tampoco lo es arte, la ciencia, el orden público, ni ninguna organización religiosa o iglesia en concreto. Todo ello es indispensable, pero ninguno es por sí suficiente. La civilización exige del individuo la identificación del yo con las más altas causas de la humanidad, pero si esta identificación del yo con lo que es humano no se produce acompañada por un esfuerzo consciente y consistente por lograr la autotrascendencia ascendente hacia la vida universal del Espíritu, los bienes alcanzados siempre estarán mezclados con males que los contrarresten. "Hacemos un ídolo de la verdad en sí misma", escribió Pascal, "porque la verdad sin caridad no es Dios; sino su imagen, mero ídolo al cual no debemos ni amor ni adoración". Y no es solamente erróneo adorar un ídolo, sino que es también extremadamente inoportuno. Por ejemplo, la adoración de la verdad al margen de la caridad -la identificación del yo con la causa de la ciencia sin que se dé acompañada por la identificación del yo con el Fundamento en que se cimienta todo ser- da por resultado un tipo de situación que debemos afrontar hoy en día. Todo ídolo, por exaltado que sea, resulta a la larga un Moloch hambriento de sacrificios humanos.


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